martes, 18 de junio de 2013

Una aproximación al problema categorial del Arte y su institucionalidad en la modernidad japonesa del siglo XIX: el desde dónde y el sobre qué se produce la historia del arte. (Parte 1)



Este ensayo fue leído en el seminario "La sociedad japonesa: Modernidad y Tradición", el 16 de junio de 2013 en el Instituto Cultural Chileno-Japonés.
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“La vista llega antes que las palabras. El niño mira y ve antes de hablar. La vista es la que establece nuestro lugar en el mundo; explicamos ese mundo con palabras, pero las palabras nunca pueden anular le hecho de que estamos rodeados por él. Nuca se ha establecido la relación entre lo que vemos y lo que sabemos”.

“La mistificación tiene poco que ver con el lenguaje utilizado. La mistificación consiste en justificar lo que de otro modo sería evidente”.
John Berger. Modos de ver.

Pienso, como un primer momento reflexivo en esta ponencia, que la tensión dialéctica entre modernidad y tradición en la historia japonesa es una problemática irresuelta, azarosa, o más bien una empresa suspendida en términos gnoseológicos a propósito del relato oficial que ha instituido la disciplina historiográfica, filosófica, desde el instante mismo que ha ingresado a los umbrales de la reflexividad en los pensadores japoneses: ciertamente, y dentro de los límites lingüísticos, geográficos que a mí me corresponden, yo no he conocido investigaciones que den cuenta que, en efecto, el tratamiento discursivo de una categorización de “tradición” -esto es, de manera muy preliminar, un conjunto de elementos, procedimientos, rituales, de carácter simbólicos, materiales, conceptuales, técnicos, lingüísticos, en fin, dicho dilatadamente, culturales, que otorgan la especificad de un habla propia, o un discurso heredado en el sentido de un patrimonio identitario que manifieste la forma de habitar mundo de un pueblo- no es posible de plantear y ejercer libremente en un horizonte heurístico, asociado a problemáticas de las ciencias sociales y humanidades en Japón. La razón es que, como ha relatado la historia, el archipiélago japonés a lo largo del tiempo ha sido el campo fértil de numerosas migraciones demográficas, una espesura de reposicionamientos culturales venidos desde el continente, ya sea en su prehistoria, por ejemplo desde el arribo de la cultura Jomon (11.000 a.C.), luego desplazado, aparentemente hacia el norte, Hokkaidō, por la cultura Yayoi (200 a.C.), o bien las metamorfosis sociales mancomunadas a las nuevas vertientes religiosas y filosóficas provenientes desde China, y las que, de alguna manera, han supuesto implícitamente en el relato historiográfico, el sello de una superación positivista o desligamiento por oposición a un estado anterior obsoleto, generalmente interpretado en lineamientos de una lectura mistificada o peyorativa del pasado. Lo nuevo anula, segrega, prohíbe, redistribuye. Desde la constelación conflictiva de un concepto de tradición, el relato de la historia ha opuesto el de modernidad como una contraparte epistemológica, o nueva episteme con un sesgo emancipador. Se ha implantado, si se quiere, una fenomenología de la novedad en el relato. Si atendemos a estos indicios –aunque aquí mínimos- en la historia japonesa, se hace difícil formular la noción de un tradición japonesa que de testimonio consistentemente del conjunto de rasgos reguladores que puedan caracterizar un modo singular de ser de lo japonés, salvo, que se interpele ese concepto investido de herencia cultural, sobre la base de un constante proceso transhistórico de configuración sistemática y progresiva de discursos coactivos de significación o espacios de institucionalización de saberes entre conjuntos teoréticos oposicionales, es decir, una tesis como ésta puede tener rendimiento sólo cuando tengamos la posibilidad afirmar analíticamente que no ha habido una, sino que muchas “tradiciones” y muchas “modernidades” situadas sincrónica y anacrónicamente en la historia japonesa.
A la luz de una producción enciclopédica, u holística de la historia japonesa, a modo de compendio que llega a nuestras manos, y en las que, por ser de alguna manera –lo digo arbitrariamente- la manifestación del estrato más superficial del debate disciplinar de la historiografía (quizás, desde un análisis del discurso, es allí donde el poder ha ejercido toda su violencia), sobresalen dos puntos que deben ser rescatados, a colación de una forma particular de relato, ésta, nombrada abiertamente como “ historia general de los pueblos”, en cuyo orden de significación y enunciamiento, su discurso se encuentra plenamente instalado y, de manera negativa, abandonado de toda crítica. Por una parte, debe estar patente en la discusión sobre la modernidad, que la connotación de “tradición” en la cultura japonesa se ha establecido a partir de contrastes con otras fuentes de conocimiento, las que han llegado al archipiélago con el rótulo universal de “vanguardias”, vale decir, desde la posibilidad teorética de incorporar la ocasión de nuevos paradigmas, o acontecimientos de novedad dentro de la especificidad de cada saber. Ello, y sin pretender tampoco ninguna lectura teleológica sobre el asunto, la cultura japonesa se ha actualizado en una reiterada confrontación de un estado central, corporativo de producción de sentido y un repertorio paradigmático que lo transciende deslegitimándolo, anclado a un ejercicio político (bajo la forma de un sistema cortesano, señorial, religioso, mitológico, etc.), quien dictamina desterrarlo de la praxis, diezmarlo, o bien, lo integra sincréticamente. Un buen ejemplo del primer caso es la historia del cristianismo en Japón, con la llegada de su autoproclamado discurso verdadero, la primera persecución, poco después, en 1597, hasta el acontecimiento de la rebelión de Shimabara en 1638 aproximadamente. Por el contrario, en el segundo escenario un momento llamativo es el budismo, que sin fundarse absolutamente como la nueva religión de Japón, sí actualizó las redes de reflexividad y de relación entre el ente, la comunidad y el poder político con lo nouménico, originario en el Shinto. Inclusive, a modo de un tercero excluido, en algunas sectas budistas mezclaron imaginarios religiosos con el sintoísmo, el taoísmo o el confusionismo, como son las prácticas rituales dinámicas que se realizan en el monte Koya, Haguro, etc. En otras palabras, allí hubo una ampliación profunda de los campos de significación y simbolización de un tipo de saber o lenguaje ya establecido, bien a través de en un proceso de sincretismo y neoculturación. En un segundo nivel de acercamiento, se deja al descubierto que la categoría de modernidad no es un punto específico dentro de la historia, sino que es transversal al propio relato que ha circulado acerca del pueblo japonés, y que la misma historiografía ha proliferado en términos descriptivos de “progreso”, “optimización”, “nuevas verdades” y otros calificativos, que en síntesis, dan cuenta de la experiencia de una transformación en la sociedad y el individuo favorable a sus necesidades e intereses. El problema del “otro” es una puerta de investigación sobre estas categorías, que muy a mi pesar, por lo menos en la historia japonesa tiene características ontológicas.
A primeras aguas, quiero dejar una advertencia establecida: la confrontación de modernidad y tradición en Japón tampoco debe ser pensada únicamente como un hecho histórico diseminado en múltiples puntos críticos, sino desde una consideración sobre el orden de los discursos que sostienen la experiencia del individuo entre el deber-ser y lo que es, vale decir, la puesta en escena de un relato anacrónico de revisión antropológica y metafísica de un sí mismo y la sociedad como imaginario conjunto.
A partir de estas breves reflexiones sobre el binomio de modernidad-tradición, y los pliegues que ha tenido la construcción de un tipo de relato sobre el fenómeno, quería proponer y orientar la discusión hacia lo que sucede con el término “arte”, las implicancias teóricas de su traspaso a Japón, bajo el prisma de la instauración de las academias, sus programas, el debate entre artista y artesano, sus relieves y proyecciones disciplinares en los comienzos de la crítica de arte japonesa, la estética y, eventualmente, ciertas bases epistemológicas en que se apoya la historia del arte japonés más próxima.
Para ello, mi punto de partida y periodo es el siglo XIX, específicamente desde la Restauración Meiji, en 1868. Dicho de forma casi grosera, en este ponencia quiero desarrollar una pregunta que apunta a discernir los criterios generales que intercedieron en los disputas acerca de lo que es o no es arte –y lo que es y no es arte japonés-, las circunstancias que posibilitaron –incluso como resabio hasta el día de hoy- ciertas metodologías y repertorios analíticos sobre el arte japonés, disciplinares de una relativa historia del arte, y la ausencia, desde la filosofía, de dimensiones de exploración acerca de las obras japonesa como sus medios de inscripción. Así, simplemente, el por qué se dice lo que se dice del arte japonés, el desde dónde se pronuncia el habla disciplinar, y el por qué, antes que cualquier relato, ya poseía un discurso distintivo bajo la calidad de arte, la que se orienta, a su vez, primordialmente, en el marco de la institucionalidad artística (academias, museos, exposiciones, galerías, etc.), vale decir, el sobre qué se habla en el discurso de la historia del arte japonés.
La restauración del poder imperial, y la apertura de Japón al mundo occidental, significó una etapa de tecnificación acelerada de la sociedad. Una imagen de fecundidad industrial y económica. De esto ha dado cuenta suficientemente las investigaciones acerca de las trasformaciones urbanísticas, mecánicas, comerciales y jurídicas del Japón en la segunda mitad del siglo XIX. Así también, aunque tal vez en una menor medida, aquellas relacionadas con los cambios de la moda, la coyuntura en los espacios de la literatura, los espacios de festividad y sociabilidad, la recepción y circulación de las imágenes, es decir, de todo aquello que agrupa lo que podríamos definir como el gusto y la producción visual epocal. Sobre las causas que llevaron a esta situación singular en la sociedad japonesa, y dejando a propósito en suspensión aquellas encadenadas a argumentaciones de carácter fundamentalmente belicista, nacionalista, o estrictamente económica o política, me gustaría insertar una de raigambre filosófica: a través de los sectores intelectuales del Japón del siglo XIX, y cuyo discurso comienza a gestarse tenuemente en el intercambio con los holandeses en el periodo Edo, aparece un movimiento filosófico de oposición acérrima a la tradición cultural, entendida como discurso de control desde la herencia religiosa y moral japonesa, lo que establece, por consecuencia, el desvanecimiento radical por la pregunta por el ser, y en cambio, germina una posición racionalista de concepción materialista de mundo. Una de sus figuras fundadoras es el astrónomo y filósofo Banto Yamakata (S. XVIII), con su crítica negativa a los modelos de conocimiento cosmogónico chino, y posteriormente Nishi (S. XIX) desde el campo de la sicología y los estudios inaugurales de la siquis humana. En otras palabras, el japonés deja de interrogarse por la realidad y a sí mismo en términos metafísicos, para colocar en escena un racionalismo cientificista, que deviene en la instauración de eventuales discursos disciplinares de vertiente positivista, y por ello, un alejamiento paulatino de las fuentes referenciales convencionales –tanto japonesas co,o chinas- y formas de interrogación y enunciación del mundo.
Esta tesis que principia, y que en el fondo subraya una nueva epistemología en la producción del saber, inaugura a su vez, nuevos tipos de formulación de preguntas a los objetos –materiales y teóricos- culturales. Bajo este cuerpo prismático, se origina la pregunta por el arte, no en palabras de una esencia trascendental de la obra artística, sino del discurso, o del habla teórica que legitima la producción artística como un saber de control del azar y sometimiento del acontecer de la obra, y en ello, una forma de construcción teórica, pensando desde la funcionalidad del objeto arte y la emancipación de la figura del artista. Estos dos rieles de apreciación del fenómeno artístico están conectados a la revisión de los programas de las academias europeas por los japoneses, y el rol del artista como agente activo en los procesos sociales del viejo continente.

«Shinbashi, Tokyo». Formato: fotografía. Autor: Desconocido. Año 1890.