lunes, 21 de enero de 2013

Observaciones en torno a la mujer japonesa en la estampa y la fotografía entre el siglo XVIII y XIX. (Parte 2)




«Casa y jardín en el gran monasterio de Fujiyama, Omiya». Formato: fotografía. Autor: Felix Beato. Año: 1867.

Muy diferente es el panorama de la fotografía que se desarrolló desde el año 1848 con el daguerrotipo y finalizó con la primera fotografía tomada con éxito en Japón en 1857. La mujer en este soporte sirve, en un comienzo, casi exclusivamente como un personaje, un elemento constructivo de un escenario que intenta retratar las formas de vida de las culturas en el mundo, luego dispuesta para fines comerciales en la venta de postales. Así, en consonancia con Barthes, “la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podría repetirse existencialmente”[1]. Generalmente las vistas son panorámicas, propio de las posibilidades que podía conceder el soporte en sus comienzos, y donde la mujer no adquiere notoriedad ni se convierte en un elemento aglutinador de formas de sentidos en las fotografías con fines antropológicos.

«Un picnic». Autor: Hishikawa Moronobu. Formato: pergamino, tinta en papel. Periodo Edo (1616- 1868).

 Pero antes de ahondar en estas cuestiones, debo señalar firmemente que este ensayo es desbalanceada. Mi intención es centrar el debate en el grabado japonés, mientras que la fotografía resulta ser un punto de distanciamiento, de contraposición a la tradición japonesa en el arte, incluso si en el caso de la fotografía fuese obra de un japonés. La razón es, tal vez, que a falta de fuentes y documentos conservados, aún no se ha podido realizar una historia de la fotografía en Japón. Pues bien, dispuesto este alcance, me gustaría introducir brevemente un marco general de la estampa japonesa, conocida como Ukiyo. El nombre significa literalmente pinturas del mundo flotante y transitorio”, pero el vocablo comenzó a utilizarse en la edad media japonesa desde la práctica del budismo como una referencia directa a un mundo “de penas e ilusorio y transitorio”[2]. En este sentido, se proponía al término una interpretación, según el discurso budista generalizado en la sociedad por entonces, de la negación de las emociones y la experiencia sensible.
¿Entonces, pues, es posible que en un contexto tan secularizado como la fiesta del siglo XVII, una imagen pueda albergar un componente altamente sacro, ritualizado? La respuesta es que es posible, y así sucedió. Esto podemos presentarlo brevemente a través de dos proposiciones: la primera, es que, recordando la célebre frase del shogun, Japón atraviesa un proceso de resguardo e intensificación de sus tradiciones, en especial las ligadas al sintoísmo, religión animista autóctona. Si reparamos en la vigencia de estos cultos, nos damos cuenta que en el Ukiyo-e aparecen innumerables grabados con paisajes que constituyen las rutas de peregrinación a los templos para las festividades, pero lo más importante, es que en tanto un culto animista, el mundo se instituye como un organismo vivo, como una cosa, que puede ser eventualmente una divinidad o un objeto comunicante con lo sacro, en tanto que éste se transforma en una hierofanía. Dice Mircea Eliade: “situado ante la hierofanía, o irrupción de lo sagrado en el mundo, el hombre toma conciencia de una realidad transcendente que da al mundo su verdadera dimensión de perfección”[3]. Visión similar comparte el esteta japonés Tsudzumi Tsuneyoshi quien considera adecuado el concepto de “indelimitación” para reflexionar una figuración semejante a la hierofanía, puesto que cualquier objeto (en este caso de arte) recoge la conciencia de lo sagrado -el cosmos- en un acto ritual –la creación artística- y lo presenta materialmente a escala reducida, a la medida oportuna de la finitud del ser humano. Así, señala: “la idea fundamental de la indelimitación que consiste en ver lo infinitamente grande, o sea el universo, en algo que en comparación con él es infinitamente pequeño”[4]. Lo que estoy señalando, preciso, es que la mujer como motivo representacional puede ser un objeto conducente en la estampa japonesa a una sugerencia de lo infinito en los límite de la superficie del soporte, y compadecer como tal en el espectador a través de la administración visual de sus atributos simbólicos y semánticos.
«Vestimenta y peinado de las geishas visto de espalda». Formato: fotografía. Autor: Desconocido. Año 1890.
Por su parte, la fotografía que entra en escena en un Japón muy diferente, posterior, que ha abierto sus fronteras en 1860 a las grandes potencias occidentales por motivos de variada índole, pero que han proporcionado como resultado un acelerado proceso de industrialización, tecnificación y occidentalización de la sociedad. Cargado de un pensamiento positivista, una búsqueda de la verdad a través del documento, la huella material de la sociedad, la fotografía no intenta pensar sobre la base de una hermenéutica de la obra de arte, o sobre las posibilidades semánticas del motivo representacional y social de la mujer, más, como pueden apreciar en esta fotografía, el interés recaía en registrar utensilios, formas de vida, objetos distintivos de las culturas para diferenciarlas y catalogarlas: “la fotografía dice: esto, es esto, es asá, es ta cual, y no dice otra cosa; una foto no puede ser transformada (dicha) filosóficamente”[5]. Aquí la pose y la composición gravitan en el obi, un segmento del kimono que para occidente resultaba llamativo, exótico en demasía. A discrepancia de las escenas grupales en la estampa, la visión frontal de la mujer es remplazada súbitamente por una orientación que se ajustara a los fines científicos del registro documental, a la vez que a una estética comercial de compra de mercancías exportadas de Japón.
«Yama-Uba yKintaro». Autor: Kitagawa  Utamaro. Formato: Ukiyo-e, tema Bijin-ga. Periodo Edo (1616- 1868).
Demos nuevamente un salto al tema inicial y veamos ahora un ejemplo concreto de la relación de la mujer con lo sacro en la estampa: la mujer y el mito como motivos del grabado japonés. Esta estampa de Kitagawa  Utamaro representa el mito de Yama-Uba y Kintaro, la primera una bruja que amamanta a un niño de atributos divinos, el que tiene una vida colmada de aventuras muy análogo a lo que correspondería a un hércules en la tradición occidental. La mujer aquí se centraliza en el rol de la madre, la maternidad y la benefactora: encuentra al niño y lo ayuda dándole el alimento necesario para que prosiga con su propia historia. La composición no está fundada en la aparición del niño, que es en efecto el héroe de la narración, sino que sólo emerge desde una esquina para llevar a cabo la acción de la lactancia. Es la mujer quien cubre más de la mitad de la lámina, sólo y en tanto que amamanta. El centro de atención son sus pechos, que afirman un erotismo de su naturaleza femenina, como también su ineludible condición de madre. La mano izquierda de Kintaro, pues, sostiene el busto como si se tratase de un lactante, un bebé que sólo requiere su alimento para sobrevivir, mientras que el derecho aprieta el pezón en una actitud netamente sexual, que puede ser pesquisada en el género shunga. La mujer, la bruja, se ve enfrentada a esta ambivalencia en esta doble identidad sustancial: el ser biológico, carne, deseo, y el ser sobrenatural, bruja, que es capaz de dar vida a través, por cierto, de la reafirmación de su cuerpo erótico, sus pechos que proveen leche. 
Figura Dogu. Barro cocido.(1500-1000 a.C.). Japón.

Al parecer, esta ilustración responde a una antiquísima tradición, animista, donde la mujer estaba vinculada a los cambios de estación, las alteraciones de la naturaleza y los efectos que ésta podía ocasionar a las comunidades. Estamos hablando de la comprensión, ya sea de manera analógica o de creencia, que la mujer tenía un componente sagrado, o por lo menos sobrenatural, manifiesto a través de los cambios de su cuerpo. Esta imagen, correspondiente al periodo neolítico japonés, da cuenta de esta proposición. El ser antropomórfico, un tipo de escultura llamado dogu, con elementos femeninos que aparece en pantalla, sería un amuleto de buena suerte para las cosechas, el buen tiempo, la natalidad y fundamentalmente una idealización de la fertilidad y la abundancia; un vaso comunicante entre la comunidad de hombres y la naturaleza, el cosmos, lo inefable. Ejemplos similares de estatuillas benefactoras femeninas también se encuentran en el territorio de Europa.

«Una mujer  bajo una fuerte lluvia». Formato: fotografía. Autor: Kusakabe Kimbei. Año: 1870-1880.

Muy por el contrario, en este negativo fechado entre 1870 y 1880 de Kusakabe Kimbei (activo hasta 1914), la mujer muestra una nueva vertiente, aquella que padece la naturaleza, se enfrenta a ella y se opone sin lograr resultados satisfactorios. Pero no solamente nos podemos referir a esto. Tanto en la estampa como en las estatuillas dogu, desde la concepción de mundo del pueblo, estas obras no son representaciones, sino presentaciones, configuraciones de mundos posibles y lazos directos y reales con la transcendente. Así, la estatuilla tenía un poder sobrenatural, puesto que allí encarnaba o habitaba un espíritu, mientras que en el grabado se efectuaba la experiencia directa de la relación visual y sentimental del acto sexual y amoroso con las cortesanas y las geishas a las que, en muchos casos, por motivos económicos se les impedía visitar o entablar relaciones. La estampa y la estatuilla es una ocasión donde acontece una acción entre lo presentado y el receptor. En la fotografía nos preparamos para relacionarnos con un artificio, “mantiene a través de su raíz (el que es fotografiado, el spectrum) una relación con “espectáculo” y se le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno a lo muerto”[6]. Estas imágenes son hechas en estudio, por actrices, y en este caso el viento fue producido a través de alambres que colgaban del kimono, la pose misma del personaje, mientras que la lluvia encarnada por la ralladura del negativo con un filo. La fotografía que se realizó en Japón, en consecuencia, rápidamente pasó de ser un objeto del conocimiento a uno comercial. La venta de postales en Europa alcanzó gran demanda entre la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX.


[1] La cámara lúcida, pág. 31
[2] Lane, Richard. “Maestros de la estampas japonesa: su mundo y su obra”. Editorial Herrero, México, 1962, pág. 10.
[3] Ries Julien; Tratado de antropología de lo sagrado, Editorial Trotta, 1995, España, pág. 14
[4] Tsuneyoshi, Tsudzumi; El arte japonés: bajo los auspicios del Instituto Japonés de Berlín, España, 1932, pág. 19
[5] Barthes, cámara lúcida, 32
[6] Ibíd, pág. 39

martes, 15 de enero de 2013

Observaciones en torno a la mujer japonesa en la estampa y la fotografía entre el siglo XVIII y XIX. (Parte 1)



“El color y la fragancia de las mujeres hermosas destruye las ciudades y los países".

Han shu (Historia de la primera Dinastía Han en China).

La mujer como un organismo biológico tiene una integridad constitutiva, propia, heredada por sobre toda subjetividad: es un cuerpo, un ser vivo, parte de una especie, es una unidad. La mujer como una categoría regional, etnográfica (la mujer asiática, la europea, japonesa, del pueblo de los Ainu, etc.) es un problema antropológico, pero con una fuerte carga estética; esto es, la reflexión de la toma de conciencia de la experiencia visual del retrato de la mujer, el sentido universal que adopta y es proyectada para una cultura en tanto que se materializa en objeto de una forma de pensamiento y de su administración tácita dentro del tejido societal. Así, pues, el tema que congrega el debate en este espacio y en este tiempo, la mujer japonesa, es justamente, y en primer lugar, relativo a la temporalidad de sus transformaciones sociales, históricas, y la construcción de imaginarios colectivos. De este inicio, se abren dos fronteras de exploración: podemos plantear que la mujer japonesa, como problema acerca de su constitución cultural y su posición de actante en el campo de relaciones del sistema japonés, es un tratado fundamentalmente sobre su historicidad social y política, referente al estatuto de la realidad cotidiana de la sociedad, y al ámbito del derecho. En una segunda instancia, la mujer japonesa, como un progresivo discurso respecto a la edificación de lo femenino, invita, además de la dimensión político-social, un enfoque estético. Yo deseo, antes bien, proponer un tercer momento de indagación, que de alguna manera, gravita por debajo de las constelaciones ya descritas, y sin embargo, se orienta a un fondo más general, elemental de la naturaleza humana: la geografía de lo numinoso, lo sagrado y el mito.
Si bien esre ensayo acopia el problema de la mujer en tanto evento histórico, político, estético, también deseo abarcarlo en lo relativo a sus vinculaciones con lo sacro, desde la representación visual del campo artístico. El periodo a inquirir es el siglo XVIII y XIX, en el encuentro de dos soportes disímiles que toman por motivo la mujer: la fotografía y el grabado, Ukiyo-e. En esta presentación, sostengo además una doble tesis inicial: por una parte, que la mujer japonesa ha tenido mayoritariamente un tratamiento discursivo dentro de la estampa de un tipo de registro de lo sagrado, como si fuese una hierofanía, un conducto material, simbólico, entre la finitud de la naturaleza humana, lo experiencial de los sentidos y las facultades cognoscitivas, y el cosmos personificado por la naturaleza y lo ilimitado de la creación (tanto de cosas materiales, tangibles, como de ideas, conceptos, o sentimientos). Desde la vereda opuesta, lo segundo que propongo es señalar que la fotografía entendida como un dispositivo testimonial, es un reverso a la estampa que acumula a la mujer desde un sentido más bien descriptivo, analítico, representante y, sin parecer una incoherencia a primeras aguas, también lo es en sentido ideológico.
En otro orden de cosas, y a modo de advertencia, o condescendencia conmigo mismo, debo informar que este ensayo no corresponde a más allá que un puñado de reflexiones preliminares, parciales, de una investigación de larga data que aún está en etapa larvaria. La eventual vaguedad, tal vez liviandad de mis palabras debe entenderse así, bajo este contexto, y no con un tenor meramente catastrófico. 
«Un conocido de Japón, China y del Oeste». Autor: Shiba Kokan. Óleo sobre tela. Periodo Edo (1616- 1868)
En primer lugar, a modo de introducción, deseo constituir un panorama más o menos general del Japón del siglo XVIII, desde donde se encamina este ensayo, y paralelamente al grabado japonés, la fotografía que se desarrolla en el siglo XIX. Pues bien, empezaré mi disertación con una simple declaración hecha en el siglo XVI, periodo Momoyama, por el unificador de Japón, Toyotomi Hideyoshi. Dice el generalísimo que “conocer el sintoísmo es conocer a la vez el budismo y el confusionismo”[1]. Este enunciado, en lo que a mí respecta y a esta escena que nos convoca, congrega y proyecta toda la política estatal que va a encauzar el desarrollo artístico y cultural del Japón durante el siglo XVII, marcado profundamente por una exacerbación y difusión de las costumbres autóctonas de la nación, que será continuado ininterrumpidamente en el siglo XVIII. En conformidad, en el año Keicho 8 (1603) se instaura un nuevo shogunato, esta vez encabezado por Tokugawa Ieyasu. Este nuevo gobierno centralizado se identificó por perseguir al cristianismo que clandestinamente se propagaba por Japón, fomentado además por los comerciantes portugueses y españoles residentes en el archipiélago. Ieyasu “decidió desterrar a todos los misioneros, destruir todas las iglesias y obligar a los cristianos a convertirse otra vez al budismo”[2], con el consecuente resultado del quiebre en las relaciones económicas y diplomáticas con España y Portugal, mientras que, de tal suerte, los holandeses debieron residir en una isla artificial. Japón, en una decisión extrema, cierra sus fronteras al resto del mundo.
Y sin embargo, esta obra de Shiba Kokan manifiesta, paradójicamente, un estado oscilante de la política japonesa, dado que, si bien conservaba una directriz segura ante el contacto occidental, ya se aprecia una reciprocidad cultural en la construcción de imaginarios, que en el caso de la fotografía posterior, será mucho más apreciable. Sólo dos acotaciones sobre esta pintura: en primer fija la representación del ser japonés, su identidad colectiva, como una nación autosuficiente, poseedora de altos valores espirituales y morales, todo figurado en la serpiente enroscada en la muñeca del shogun, y Occidente sintetizado por los comerciantes holandeses, quienes portan el instrumental científico bajo la representación del libro de anatomía. Estas dos posturas son claves para exponer mi punto sobre la estampa y la fotografía, pues encajan en ambos extremos del discurso sobre el otro. Obviemos solo por ahora el tratamiento del cuerpo del occidental y dejemos entre paréntesis a China. Lo segundo que anoto es que la obra misma responde a una inquietud teórica por atender a las formas de operación y de representación de la visión, la naturaleza como conocimiento empírico de lo real y las técnicas representacionales de la pintura europea como las más avanzadas. Así tenemos que, casi de manera inaugural en la historia de Japón, aparece una obra donde el artista busca una representación naturalista del espacio y los objetos, circunscrito por un intento de perspectiva a través de un punto de fuga situado por afuera de la superficie pictórica, la adecuación aristotélica de la narración (tiempo, lugar y acción) y, por sobretodo, el uso del óleo y la tela como técnica pictórica. Esta misma curiosidad por la novedad, el conocimiento empírico de la realidad, primero traída por occidente, luego adoptada por los japoneses, será el impulso del auge de la fotografía en el siglo XIX.
«Ise monogatari». Periodo Edo (1616- 1868)
Además, siguiendo la idea precedente, acerca del estado social japonés en el siglo XVII, es importante tener presente que se trasladó la capital de Kyoto a un pequeño pueblo de pescadores llamado Edo, que es actualmente Tokyo. Allí se alzó una ciudad militar, comenzando por el castillo, los templos y las viviendas de los cortesanos y los guerreros samurái. Finalmente, en la periferia se encontraban los campesinos y los artesanos. En poco tiempo, la ciudad se llenó de trabajadores, que a su vez atrajo a comerciantes, dando como resultado, una sociedad burguesa y mercantil, fuertemente diferenciada de las clases aristocráticas, y mayoritariamente de hombres. Sin embargo, la ciudad al poco tiempo sufrió un gigantesco incendio, en el año 1657. Este evento propició que la ciudad fuera nuevamente reconstruida, consintiendo la expansión comercial de las ciudades cercanas que invirtieron sus recursos para el nuevo emplazamiento. En este punto, los libreros más importantes, que se caracterizaban por ilustrar libros clásicos establecieron nuevas sedes en Edo. Tal es el caso de Tsuruya, Masuya, Yamagataya y Urokogataya.
La posición de la mujer en el periodo Edo no se diferenciaba en demasía de su tradición: era oprimida brutalmente, enclaustrada en el espacio hogareño, al cuidado de la familia y privada de instancias sociales destinadas al hombre, por ejemplo las reuniones de intelectuales (y aunque hubiesen mujeres instruidas y cultas se les prohibía su asistencia). Sin nombrar, por supuesto, los matrimonios arreglados y las duras penas jurídicas por adulterio o de casos similares. Fue precisamente Kaibara Ekken quien escribió un tratado de moral confuciana para las mujeres "Onna Daigaku" (La Gran Enseñanza para las Mujeres), el que sentenció de alguna manera la posición de la mujer, incluso en muchos aspectos hasta el día de hoy.
Ahora, es interesante, pues, que dentro del campo del arte, específicamente la literatura, la mujer sí tenía cierto perímetro de movilidad y expresión, sobretodo en la elaboración de novelas rosas y diarios de vida, como las de Murasaki Shikibu, el Genji Monogatari, y Sei Shōnagon, Makura no Sōshi. Estas dos obras del siglo X, periodo Heian, fueron nuevamente publicadas entre el siglo XVII y XVIII, conservando en las ilustraciones una apreciación visual y discursiva de la mujer tutelada al espacio de la intimidad, la serenidad de sus movimientos, la pulcritud y el refinamiento ligado a la naturaleza, similar al tiempo que fueron producidas inicialmente estas obras. Si nos fijamos bien, estos elementos distintivos de un imaginario de la mujer se ven reflejados en la disposición de los cuerpos de las figuras femeninas, posibilitado también por la instauración de un cierto tipo de visión que permitía que el observador fuera un testigo omnisciente de la escena pictórica, casi siempre de interior. Es muy similar a presenciar un acto como si levantáramos el techo del lugar sin ser vistos. En otras palabras, cuando observamos estas ilustraciones, estamos atendiendo a un evento íntimo, privado, de absoluto secretismo que revela el misterio de la mujer como cuerpo cargado de erotismo y comparecencia de una gestualidad ritual. Ya hablaré de ello más adelante. Sólo finalizo esta sección señalando que todas estas características de la representación visual de la mujer estaban sujetas, originalmente, a la escritura en hiragana, propia de las damas de corte: “las gráciles curvas de sus trazos favorecían una escritura elegante y libre, más personal y apropiada tal vez para insinuar, tanto en prosa como en verso, las emociones de las damas de la corte”[1]. Es, para mí, éste el inicio de una reflexión sobre la condición de hierofanía del imago de la mujer en la estampa japonesa.


[1] Rubio, Carlos; El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía clásica japonesa, Alianza Editorial, España, 2011, pág. 17


[1] Gutiérrez, Fernando G. “Summa Artis, historial general del arte: El arte del Japón”. Volumen XXI, Editorial Espasa-Calpe, España, 1967, pág. 338
[2] Kaibara, Yukio. “Historia del Japón”. Fondo de Cultura Económica, México, 2000, pág. 170