domingo, 9 de octubre de 2011

La concepción del paisaje en la pintura y en las artes decorativas entre el Período Muromachi y el Periodo Momoyama. (Parte 02)


«Lotos». Formato: Tinta sobre papel. 33,3 x 46,4 cm. Período Muromachi (1333-1573) Museo de Artes de Boston.

Estos enunciados no son tan extraños ni confusos si consideramos el marco simbólico y filosófico donde nos movemos, el budismo Zen. Este tipo de budismo, florecido en el contexto chino de la dinastía T’ang, expone la transmisión directa del “Espíritu de Buda”. Aquello se consuma de dos maneras simultáneas: Una sabiduría trascendental, que es capaz de sublimar y sobrepasar el mundo de los fenómenos, y una compasión universal, que se extiende a todas las cosas. Siguiendo esta línea, es comprensible dar lectura del por qué fue posible la experiencia en la pintura de un motivo como la representación de una flor de loto: El componente más pequeño puede transformarse en el centro de la reflexión estética, así como de aquel se puede enarbolar un movimiento de abstracción que nos permita entender la totalidad, el paisaje, la naturaleza, a partir del fragmento. En efecto, para Tsuneyoshi Tsudzumi la fragmentación de la representación supone siempre un tipo de relación comparativa de las magnitudes visibles de los objetos: “La idea fundamental de la indelimitación (…) consiste en ver lo infinitamente grande, o sea el universo, en algo que en comparación con él es infinitamente pequeño”, partiendo del principio único que estos dos objetos son la misma cosa, pero captados desde la visión finita del hombre como estadios disímiles al ojo. Nuevamente la reflexión es el talante conductor que propicia la auto-conciencia de esta concordancia de proximidad entre el paisaje y sus componentes.

«Paisaje  hecho en estilo hatsu-boku». Autor: Sesshu. Formato: Tinta y seda. Período Muromachi (1333-1573). Museo Nacional de Tokyo.
La siguiente obra de Sesshu, nombrada justamente como “Paisaje” está elaborada principalmente en un estilo llamado hatsu-boku, que es lanzar la tinta sobre la seda. Salpicar. Muy similar a la factura de las obras de Jackson Pollock, por poner un marco de comparación, honestamente anacrónico. Es una pintura que proclama abiertamente la noción que he estado compartiendo sobre la concepción del paisaje: Siendo ésta una presentación de un espacio metafísico, y no la re-presentación de una mímesis de la naturaleza, las diferentes técnicas de tinta que aquí convergen declaran en su propio uso la preferencia de la mancha por sobre la línea. Mientras que en el espacio Renacentista, paralelo al tiempo donde nos movemos, advierte en la línea la abstracción del espacio perspectivo, en Japón es la mancha quien forma los objetos de una manera aparente: Realmente no es tanto el trabajo de la mancha, la salpicadura, sino de la luz que se deja ejercer a partir de la supresión del espacio con el blanco. Esto nos lleva a pasar revista a un postulado del budismo Zen, que en la palabras de Thomas Cleary discurre así: “La liberación Zen se alcanza mediante un tipo de percepción y comprensión especiales que penetran hasta la misma raíz de la experiencia, una percepción y una comprensión que despojan a la mente de las limitaciones arbitrarias impuestas por el condicionamiento” ¿Qué condicionamiento es este? Pues se trata de la corporeidad de los objetos, siendo considerados como una mera apariencia de una idea transcendental de ellos. Por tanto, los recursos compositivos de la niebla, el agua, las montañas desvanecidas, en síntesis, la notoria sensación de estar siempre situados en un valle bajo un amanecer o un mediodía, dan cuenta finalmente que el paisaje no es en sí mismo la puesta en escena de la relación del hombre con la naturaleza, sino una herramienta pedagógica del budismo Zen para comprender cuál debería ser esa relación sin sujetarnos a naturalismos que envuelven un acuerdo incluido con la multiplicidad, el accidente, y no con el cosmos o el en-sí de las cosas.
Esto es lo que podemos inferir preliminarmente del período Muromachi. Ahora bien, el periodo de Momoyama, que se inicia en el año 1573, está situado en un contexto de grandes transformaciones sociales orientadas a la unificación del país. La aparición de soldados a imagen de héroes y legendas, como Oda Nobunaga, Hideyoshi, dan a este tiempo una atmósfera cargadamente militar. Ciertamente, en este contexto hay una proliferación de campañas bélicas, guerras civiles, y luego de la unificación del territorio, una política de expansión hacia la península coreana entre los años 1592 y 1593, aunque sin mayor éxito. En el terreno del arte, a nivel local, abundan los gremios, cada uno con una especialidad, llamados Bi, originalmente creados en el siglo VI por emigrantes del continente. En este espacio político-social se demuestra la opulencia de los gobernantes en el diseño de castillos, murales, biombos y decoración grandilocuente. Aunque pareciese una contracción, coexistía cabalmente con el ambiente espiritual del periodo Muromachi. Tal es el caso de la propagación y el clímax de la ceremonia del té, la jardinería, los arreglos florales, la poesía y la cerámica. El paisaje, nuestro tema en cuestión, no ajeno a los procesos sociales que transita la nación, se ve modificado en el tratamiento de la superficie ante la emergencia de nuevas problemáticas. Sin embargo, antes de hablar de aquello, deseo dialogar brevemente de la presencia del paisaje en la cerámica del período Momoyama, específicamente en una taza para la ceremonia del té. 
«Jarro para ceremonia del té». Cerámica. Periodo Momoyama (1573-1615).Hatakeyama Memorial Museum. Tokyo.

Este tipo de cerámica pertenece a la escuela de Shino, que procede de un maestro de la ceremonia del té llamado, justamente, Shino Shoshin. La forma que desarrolla la pieza es irregular, incompleta. y casi procurando la sensación de poca acuciosidad en su elaboración. Esta pieza de cerámica es un paralelismo con la pintura de tinta china, de tal manera que a través de la incompletud del paisaje que allí se exhibe, pequeñas ramas, junto a la imperfección de la forma, se logra junto a la imaginación la reflexión del observador hacia una esencia, escondida y difusa, del concepto que da corporación al objeto. Aquí, la mirada que irrumpe el paisaje es esférica: Se debe observar rotando la pieza, de este modo el paisaje fragmentado en un elemento ínfimo, como el pasto o la hierba, se enarbola como un relato en movimiento inquebrantable. No es el punto de vista del observador quien se mueve, sino el punto de fuga del objeto. El paisaje no es un complemento, como mera decoración, sino que es el asomo de un deseo respecto al infinito desde lo finito. En esa doble hélice es donde se yergue el paisaje como seducción, sugerencia, tensión y presentación. Parafraseando a Jean-Luc Nancy, este deseo que es, realmente, un placer, “es aquello que trae consigo (en la imagen) el deseo por el cual la forma y el fondo entran en mutua tensión, el fondo se erige en la forma, la forma se hunde en el fondo”.  Fondo, para este autor, es el concepto, el en sí-mismo de la cosa, que impulsa el deseo anterior al deseo final de consumación, el en-sí-mismo que posibilita la presencia de la re-presentación del paisaje.

«Escena  popular entre los árboles momijis». Autor: Kano Hideyori. Período Muromachi (1333-1573). Museo Nacional de Tokyo.

El biombo “Escena popular entre los árboles momijis” de Kano Hideyori, no es solamente un hecho fundacional de una prestigiosa escuela pictórica y decorativa, sino que es, por sobre todo, los inicios de la pintura de género en la historia del arte japonés. Esto llevará, posteriormente, al desarrollo de representaciones costumbristas y formatos apaisados que reflejarán la cultura popular japonesa, como ya lo he mencionado, observable en el grabado o la estampa del siglo XVII y XVIII. El soporte, que es un biombo pintado, una retícula que se dobla para separar los espacios, sirvió para desarrollar un postulado vigente en el budismo Zen, aunque depurado de ese componente espiritual de siglos anteriores, ahora con atisbos hedonistas: Todo es uno y uno es todo. Enunciación de carácter espiritual, filosófico y de encuentro metafísico con la multiplicidad de la creación. Aquello puede verse en cómo el paisaje, que es una sola unidad, es desmembrado en escenas dispuestas unas con las otras formando los paneles del biombo. Hay una función interdependiente de cada escena, así como una concepción macro de la composición: Una unidad aristotélica de lugar, tiempo y acción. Cabe recalcar, en el mismo sentido, el paso de la priorización de la mancha a la línea y el espacio indefinido entre cielo y la tierra, ahora deliberadamente marcado por este último gracias a una línea de horizonte imaginaria, pero supra presencial e intensificada por un tipo de vista contemporánea a la época denominada “vista de vuelo de pájaro”. En este contexto artístico, el color es un elemento primordial que denota una condición política y social de exuberancia, principalmente de las clases regentes que ornamentaban sus castillos con este tipo de piezas, por antagonismo a la pintura en tinta china que emplaza a la austeridad. Finalmente, el paisaje coloreado, aún si sus formas fuesen un tanto idealizadas, comporta un nuevo síntoma de la concepción del entorno como un objeto dado a los sentidos con propiedades específicas que son afectadas por la luz y la distancia.
«Pieza de las Peonías». Autor: Kano Sanraku. Periodo Momoyama (1573-1615).

Para ir sellando la presente ponencia, señalaré que la concepción del paisaje en el periodo Momoyama también sufre una importante innovación respecto a la época anterior: El punto de vista del espectador cambia drásticamente. Mientras que en el Muromachi, el observador se ve errado por el desplazamiento del signo que otorga la búsqueda de la mirada hacia los puntos de sostén de la composición, paralelamente a la elevación de una reflexión para “terminar” metafóricamente la imagen que posee espacios en blanco, en el Momoyama es el espectador quien gira su mirada físicamente para aprehender la imagen. Se desliza por el paisaje (incluso el paisaje físico –real- en el caso de la jardinería) para explorarlo y tocarlo –pensando en la función utilitaria del biombo de ser un instrumento plegable y trasladable-, gira en su centro por los murales con polvo de oro de las dependencias de los castillos, exponiendo un nuevo tipo de mirada: La visión céntrica y curva. El paisaje, en consecuencia, es una continuidad en la medida que el observador transita por él. 
«Caja sacramental». Laca con polvo de oro. Periodo Momoyama (1573-1615)
  Museo Británico.
A nivel macro se observa esta cuestión en los trazados de los jardines y el camino iniciático que tienen las casas de té, sumergidas en la naturaleza, o bien, a nivel micro en el encadenamiento formal de los pequeños objetos cilíndricos con motivos fitomórficos en laca de las artes decorativas. Para terminar, nuevamente citando a Barthes, podemos sintetizar lo expresado en esta ponencia como el juego del desplazamiento del sentido, más o menos notorio en el paisaje como forma simbólica de esta tensión y deseo, pero no como una comunicación, o un diálogo de esta red de relaciones formales y semánticas, sino que el paisaje entendido como “una práctica destinada a detener el lenguaje”, o si se prefiere, la manifestación visual de un “suplemento infinito de significados numerarios”, que en su manera de mirar propia, discrepa de nosotros, los occidentales, en cuanto nuestra forma de fraternizar con el paisaje corresponde a la proyección de un solo significado matemático.