jueves, 24 de julio de 2008

Ikebana: El problema de dar vida a las flores.



El japonés está inmerso en la naturaleza. Es un fragmento y, a la vez, una totalidad con ella. Cosmovisión que proviene desde los primeros habitantes cuando hayaron en la naturaleza la manifestación del universo, del que también eran una parte. Como consecuencia, se originó un gran sentimiento de respeto y admiración por las creaciones de la naturaleza, la realidad circundante y los seres vivos, fomentada por la idea de la unidad entre el hombre, la tierra y el cielo. Esta concepción de inmersión y totalidad con el universo se fomentó, en gran medida, por la religión, tanto la Shinto (神道) como la budista. Ambas contribuyeron en fortalecer el vínculo con la naturaleza a su manera; la primera a través del culto kami (animismo), la segunda, por medio de la doctrina de Buda.


El arte seguía este camino de comunión con la naturaleza, privilegiando siempre lo natural, rudo y sin intervención. Esto proponía un reto en el desarrollo de las artes naturales; pues, si el hombre es parte del universo, como un todo, el arte (siendo un producto del hombre) también es una unidad con la naturaleza. Por lo tanto, todo arte estaba siempre íntimamente ligado con los fenómenos naturales, intentado mantener, en lo posible, la obra en su estado bruto y sin artificio. Surge, a partir de este racionamiento, un concepto fundamental para el arte nipón: la fragmentariedad. Este término refiere a la obra artística como fragmento de la naturaleza. La obra se convierte en un todo con ella, más, sin embargo, es un fragmento, aunque completo e íntegro. Se intenta a partir de un trozo de la naturaleza representarla como totalidad. Pero, tiene un requisito: ese trozo de la naturaleza debe ser una unidad. Me explico, un árbol es sólo un fragmento del universo, pero por sí mismo es una unidad completa; no así una rama, que es una parte de una unidad. El papel del artista consistió en acomodar unidades pequeñas para crear un fragmento completo del universo.


La floristeria trajo un dilema a esta concepción: las flores no son íntegras, son sólo una parte de una unidad (el árbol o una planta). Es más, el artista escoje, corta, arma y confecciona los ramos florales con un fin estético. Esta idea no se condice con el concepto de fragmentariedad, por lo tanto, la floristería no era un arte. La disyuntiva apuntó al artista: su posición como creador. Si el artista era un sujeto, individuo, la floristería no era un arte, pues era realizado por el gusto de un sujeto e implicaba arbitrariedad. No había unidad con la naturaleza. Esto trajo un debate que concluyó en una transformación profunda en la idea de artista. El artista ya no era quien trabajaba para imitar la unidad de la naturaleza, sino, aquel sujeto -individuo- en que el universo obraba por medio de él y producía obras de la naturaleza.


Ya no importó si las ramas eran una parte de una unidad, siempre que el artista, quien obra como la naturaleza, les diera una totalidad y vuelva a juntarlas con el universo, en la completud. La meta del artista desde entonces fue ser creador de obras naturales, volver a la vida lo muerto, lo cortado, lo arrancado y volverlo a juntar, construir nuevas unidades, elevándolas hacia la totalidad. Así nació el Ikebana (生け花), el arte de dar vida a las flores.